Julio vivía
tranquilo en su casa de zinc. Pasaba el rato jugando con sus hermanos, rodando
día y noche sin parar. Por mas que corriera nunca alcanzaba a ninguno de ellos,
cada uno estaba en espacios diferentes, digamos en diferentes órbitas.
Cierta tarde
sintió euforia, un impulso que lo sacó de su hogar, lo arrastró con violencia y
sin querer empezó un viaje rápido. Luego de atravesar un sendero angosto de
cobre rodeado de colinas plásticas, corrió un callejón de cerámica. Se
consideró dichoso al finalizarlo, ya que en su trayecto, varios como él
quedaron atrapados y se transformaron, en lo que más tarde conoció como calor.
Julio no entendía el sentido del viaje. Esta aventura de rutas de cobre, nubes
de estaño y monstruos integrados de varias patas, lo agitaban demasiado.
Se fue
nublando todo el panorama y reposó varias horas en un colchón de poliéster. Se
había hecho de noche. Allí se enteró de su porvenir. Según rumorearon, todos
eran parte de una rutina. Un viejo explicó detalladamente que estaba dentro de
un circuito aburridísimo del cual era víctima desde tiempos remotos y siempre
pasaba lo mismo, una agonía perpetua de ir y venir por todos lados.
Apenas
sintió un frío temor por lo enterado, lo envolvió otra vez esa vieja sensación
de euforia, una excitación que le obligó a continuar su rumbo. Primero pasó un
pabellón de germanio mientras se acercaba desde el horizonte un lago de
silicio. Por esas cosas de la vida, se vio amontonado con otros en lo que
parecía un gigantesco anillo. Se percibía una locura colectiva, todos sufrieron
un empuje atroz. Salió despedido a una gran velocidad y pasó a través de
obstáculos que lo golpearon no pudiendo distinguirlos de los fugaces que
fueron. Asustado por su futuro, no pudo evitarlo y comenzó a llorar. Lloró como
nunca antes había llorado en toda su vida. Lloraba desde el alma, desde el
corazón, con ganas y espasmos. Lloraba por todos sus poros. Un llanto
desesperado había conjurado angustia en su ser. Justo cuando sentía el fin de
la vida, comenzó a llover. Llovía una pintura verde, verde silicatodefósforo y
en una eternidad que duró un instante Julio estaba empapado de verde, y como
él, otros miles más. Una vez escampado el chaparrón, sufrió una experiencia
única, desfiló por una pasarela de vidrio y vio como era observado por seres
enormes, deformes, que no le quitaban la vista de encima; ojos que parecían
municiones de cañón. Se sintió intimado por los gigantes que estaban del otro
lado perplejos por su paseo, mas no vaciló y continuó su ciclo.
Julio falleció a la edad de ciento tres mili segundos por causas
naturales: las fatigas y las sesiones de duchas verdes carcomieron lo mejor de
su humor. Nunca se enteró o creyó ser un electrón. Estimaba que la vida no
revela su propósito a quien cumple con su vocación. Tranquilamente pudiese
haber nacido astilla, glóbulo rojo o bacilo de koch, pero nació electrón y como
electrón murió, absurdo.