Era una obsesión. Tenía sus ojos, su torpeza y sus cromos. Me di cuenta
que era obsesión una tarde que, como un ensordecedor ruido de tren, su rostro
fue acercándose a mi mente una vez, después otra y otra hasta que formó parte
de mi ceguera. Era una obsesión que andaba en alpargatas y vestía como artista,
o sea, como se le cantaba. Se reía a carcajadas con la boca abierta sin miedos
y hacía caras que no podían merecer palabras, solo sentimientos. Eran
emociones-rehenes. Eran sus cejas y pómulos condicionando todos mis modales a la
vez. También me di cuenta que era obsesión su música.
Me hallaba inmensamente cómodo en el color de las uñas, pero al mirarle las
manos escuché a todo el mundo gritar su nombre y desvié la mirada. Me asusté.
La voz era melodía, su imaginación era el viento mismo. Entonces
yo era espectador y era frágil.
¡Su pelo!
Era gracioso pensar que esa obsesión tenía su obsesión a la vez,
independiente a la mia; era (la idea de) una heroína de celuloide.
Esa obsesión es papel. Ahora emerge la incertidumbre de saber si puedo
convalecerla o no, si el papel la somatiza o la saca a pasear por la frontera
de la locura. Pero esta es otra obsesión, ya.