Un día llegué
al jardín, colgué la bolsa en el perchero de la H de Helicóptero y me fui a
sentar a otra mesa, solo. Sopé la Ópera
en el té hasta ahogarla, me hallé inapetente. Cuando se acercaba preguntándome
qué me pasaba, yo le mentía. Le quería decir algo que de algún modo, imaginaba,
iba a herirla. Dije lo que me salió y se echó a llorar en el piso, vino la
maestra. Fue todo un desastre.
Con apenas cuatro años y viendo al mundo desde
noventa centímetros de altura comenzaba a incurrir en el amor. Claro está que
era un amor desentendido de besos, discusiones o sexo; era un amor
prescindiendo de sus síntomas aunque verdadero y resguardado en un pintorcito
color celeste. Fuimos novios unos cuantos meses a pesar de las quejas que
imponía una compañera:- Ustedes son muy chicos para ser novios.- Nunca hicimos
caso, es más, no teníamos pensado invitarla a nuestra boda (en caso de tal
ágape). Contábamos con la presencia mutua a la hora de la merienda y eso
trascendía cualquier instrucción.
Qué es lo que hizo posible la unión, sin
experiencias previas, entre dos criaturas ingenuas. Por qué seremos tan torpes
de caer en la trampa que nos acapara el corazón hasta extasiarlo sin ser conscientes de la pureza de los
sentimientos. Quizás el primer amor es también el primer des-amor. Es el
accidente inevitable del cual uno se salva justamente por no tener un seguro.
El primer amor es como un
estornudo con los ojos abiertos: increíble, fugaz, no perecedero en la
memoria de quien lo padece.